Tijeras.
Hoy me han cortado el pelo. Puede que suene irrelevante, pero hacía cosa de tres años que no me cortaban el pelo. Me lo cortaba yo. Algunas decían que mas que cortármelo me lo podaba, pero eso es otra historia.
Dejé de ir a las peluquerías por incomprensión. No había maldita forma de que me dejaran el pelo como yo deseaba. Mi pelo se me parece. Es curioso, pero es verdad. Tal vez porque forma parte de mí, pero me gusta más creer que es mera casualidad.
De crío, lo llevé corto, a máquina siempre. Durante la adolescencia (incluso tal vez un poco más) pasó por distintas fases, largo, a greñas, muy muy corto, de otros colores, e incluso una mezcla de todo lo anterior… Hubo un momento a partir del cual se volvieron a hacer cargo de mi pelo, pero no había, como digo, maldita forma de que lo dejasen como yo quería.
Un día me dieron unas tijeras de vaciar, y desde entonces, cuando la estética lo hacía urgente, entraba en la ducha con mis tijeras de vaciar y, en un mano a mano, escuchando a Sabina, comenzaba a cortar de forma pausada, hasta que el espejo me devolvía la mirada de un tipo con un pelo parecido al que a mí me gustaría tener.
Hoy he querido cambiar de marcha, aflojar un poco, creer. Porque es necesario, porque es útil, porque es sano. He decidido entrar en una peluquería, y explicarme.
Para que las cosas funcionaran debía ir al ruedo lo más libre de prejuicios posible, así que he descartado dos peluquerías en las que se venía el interior y he entrado en la primera en la que, desde de calle, no veía a la persona que me iba a cortar el pelo.
Ha resultado ser una mujer más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, con el pelo caoba, corto. Le he explicado cómo quería que me cortara el pelo. A mitad explicación me ha cortado. Me ha dicho algo así como que ya se lo contaría luego, que primero fuésemos a la pila. En ese momento he recordado por qué dejé de ir a las peluquerías.
Tras la pila he pasado a la silla. Delante del espejo me he sentido como un hombre en el cadalso.
Ahora, frente al reflejo en la ventana tropiezo conmigo. Me gusto. No tiene absolutamente nada que ver con mi pelo. De hecho estoy convencido de que no tiene nada que ver con ningún tipo de estética. Podría ser una nuez, o un taburete, o un camión Pegaso de dieciséis metros. Podría ser de dos dimensiones, o de platino, o una colilla. Podría ser tú. Me gusto, incluso cuando ya no miro mi reflejo. Incluso cuando dejo vagar la mirada por el otro lado de la ventana, viendo sin ver. Me gusto.
Tiene algo que ver con el estómago, desde el punto de vista más visceral. Usando el rollo aquél del auriga tirada por dos caballos, con el otro, con izquierdo llevo tiempo conectando. Frío, sano. Ese no me da problemas, creo. Era el derecho, el del estómago, el que últimamente me huía. Hasta hoy.
Hoy he podido pasar por las cuadras y verlos, enfrentarlos y tomar distancia. Hoy les he mimado, alimentado y limpiado, a los dos por igual. Al final hemos salido a correr un poco. Mientras me agarraba de la baranda he notado que no tenía que espolearlos, ni compensar la trayectoria. Me llevaban ellos, recto, veloces, salvajes, pero, sobre todo, a la par. La galopada a acabado en la puerta de una peluquería. Hoy me han cortado el pelo. Puede que suene irrelevante, pero mi pelo se me parece. Es curioso, pero es verdad. Tal vez porque forma parte de mí, pero me gusta más creer que es mera casualidad.