La Última Fila
FORO! Las notitas de clase
17 enero 2008
 
Paseo.

Una vez, un niño y una niña quedaron para ir juntos a comprar caramelos al kiosco de su barrio.

Se cogieron de la mano y empezaron a caminar.

Dijeron que no pensaban separarse hasta llegar a su destino.

Andando juntos esquivaron coches, peatones, perros...

En un momento dado la calle se estrechó, ellos se acercaron más, y siguieron andadndo.

Cuando les faltaba menos de doce metros para llegar, encontraron un andamio.

En único modo de superar el andamio era separarse durante tres o cuatro pasos, y volver a coger sus manos nada más pasarlo.

Se miraron, se dieron la vuelta y andaron en dirección contraria, en silencio.

Decidieron aprovechar que la Tierra es redonda, y antes de soltarse durante tres o cuatro pasos, le dieron la vuelta entera.

03 enero 2008
 
Puertos.


Se desnudaron rápidamente, más con ansia que con deseo. Cada prenda arrancada era un recuerdo, un reproche, un desquite. Él, con la sudadera, se acordó de cada noche que la maldijo. Ella, con el suéter, de cada mañana que faltaron flores. Él, con la camiseta, de todas las veces que le pareció verla. Ella, con el sujetador, de los paliativos que caducaron en su almohada. Él se quito los pantalones y los calzoncillos a la vez, y dejó de reprochar para centrarse en lo que estaba. Ella, con el tanga por los tobillos, descubrió lo mucho que le echaba de menos.

Fuera hacía un frío endiablado, las ventanas deformaban la realidad exterior a causa de la escarcha, pero a ellos eso no les importaba. Bien podría haber estado Santa Claus violando a Rudolph en la calle, ni se habrían percatado de ello, su mundo, como tantas otras veces se reducía al aquí y al ahora, a esas cuatro paredes, a ese colchón y a la botella vacía de vino que hacía equilibrio sobre el portátil. Cada segundo de más, era un segundo de menos.

Él empujaba fuerte y muy adentro, al ladito del corazón. Ella miraba alternativamente al techo y a sus ojos, tensando el pecho como si de un arco se tratara. Los jadeos de ambos se fueron acompasando a medida que las espaldas se cubrían de sudor, el pelo se convertía en un cubil de culebras y las manos asían con fuerza las caderas. Lo cierto es que no lo hacían nada mal. Si hubiera habido vecinos cerca podrían haber dado fe de ello.

Fue sexo lento, de ojos velados y promesas en silencio, uno de esos polvos que sólo se repiten dos o tres veces en la vida, y siempre con la misma persona. Uno de esos en los que la furia deja paso al cariño, la lengua a los labios, los cuellos pasan a ser carreteras y el crepitar no sabes si es a causa de los troncos que arden o de las uñas al clavarse. Uno de esos polvos en los que haces el amor, y el follar pasa a ser un pasatiempo del momento.

Los minutos se dilataron. El ir y venir de los cuerpos parecía algo intrínseco al mundo, igual que sale el Sol, ellos se amaron. No hubo te quieros en exceso, ni frases rosas de novelas bucólicas, no hubo finales felices, ni mariposas en los estómagos... Fue, más bien, un momento de encuentro entre la parte más íntima de dos personas, el fin último de la creación de algún Dios. El sexo cobró una nueva dimensión, no se trataba de fuerza, sudor y bombeo, se trataba de reconocerse, echarse de menos estando juntos, paladearse, absorberse, disfrutar de esa intimidad blindada de un olor característico, un olor casi agrio que se queda marcado en cada centímetro de la piel y que te acompaña durante días.

Se abrazaron intentando fundirse el uno en el otro, de forma que no pudieran separarse nunca, porque esa es la tragedia humana, la broma cínica de la vida. Daban la impresión de ser dos luchadores greco-romanos en plena refriega, mezclando miembros en un orden caótico. Cada brazo, cada pierna, presionaba contra el otro cuerpo en un cepo infinito de lujuria, deseo, pasión y fuego.

Después, tras oleadas de ataques repelidos, orgasmos, risas, enrosques, idas y venidas, ascensos al cielo y bajadas al infierno, vértigo, sed, roces, gritos, gemidos, humedad, desconches, ripios y furia, debajo de un edredón con historia propia, se plantearon la necesidad de una ducha, algo de comer y dar un paseo.

Decidieron que todo aquello, junto con las prisas, el ruido, y sus vidas, podría esperar, y se encendieron un par de cigarrillos. Ella puso la cabeza sobre su pecho y se quedó absorta escuchando el latir de un corazón acelerado. Él, con su mano izquierda debajo de su nuca y la derecha removiendo un pelo que tantas veces echó de menos, se quedó mirando las llamas de la chimenea.

Nunca supieron cuánto tiempo pudo haber pasado, el reloj les decía que más de una hora, bien podía ser cierto, aunque también podrían haber sido tres segundos, o siete vidas. Con mucha calma, en un movimiento armónico, que más pareció una danza, Ella se tumbó encima de Él, tratando de cubrirle por entero, cara a cara, como una niña pequeña con un pijama que le viene grande. Él sonreía, y Ella le imitó. Empezaron dos o tres conversaciones, pero jamás recordarían de qué hablaron. Poco a poco se fueron quedando muy quietos, mirándose, Ella seguía sobre Él, desnudos, en un acople anatómico perfecto. Pecho, brazos, vientre, pubis, caderas, muslos... no se podía diferenciar dónde acababa uno y empezaba otro. Volvieron a ser uno.




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