La Última Fila
FORO! Las notitas de clase
20 julio 2008
 

N.


Hace poco hubo maniobras. La tropa plegó velas y firmó testamentos. Un día prometo hablar de aquello, pero hasta entonces, sólo contaré una parte del viaje a Ítaca... La parte en la que me encontré con alguien que todos conocéis, tal vez bajo distintos nombres y lugares.


No hubo muchas palabras, al menos al principio. Era de noche y la calle estaba llena de gente.


Sujetaba, impertérrita, un cubata, que bebía con desgana y hasta casi hastío, como preguntándole, a cada trago, de dónde venimos, quiénes somos, por qué estamos aquí... y al ver que no obtenía las respuestas necesarias, miró en mi dirección.


Lo primero que vi fueron unos ojos fieros, bañados en un azul añilado que recordaban a los claros de cielo durante una tormenta de verano. Describir el resto, a priori, era difícil, hasta ese punto aquellos ojos eran absorbentes. Su cuerpo era una carretera sinuosa llena de curvas gráciles que amenazaban constantemente con echarte al precipicio. Reina de la lujuria, esclava de su propia naturaleza.


Sus gestos recreaban un metrónomo en sincronía, sus palabras tenían el volumen adecuado para verte forzado a acercar el cuello a su boca. Al parecer, en una batalla con la noche, el pantalón se le había roto, desde el tobillo hasta mitad del muslo, mostrando una pierna firme, que más parecía una autopista.


Besaba como si cada beso fuera el último que pudiese dar. Aquello fue lo que me maravilló; era consciente de la caducidad del tiempo, de la importancia verdadera del aquí y del ahora. No esas gilipolleces del “carpe diem”, que se escriben a los quince años en las paredes, si no la certeza absoluta del “somos polvo”, lo cual la impulsaba a ser natural, sincera, plena... eso es lo que hace grande a una mujer, y más a una mujer que apenas conoces.


Sin equivocaciones, sin falsas promesas, sin realidades marginales, con risas, ganas e ingenio, acabamos en la cama, y el tiempo se detuvo. El alcohol y las prisas se quedaron en la puerta, sobre las sábanas sólo hubo paz y magia. Parecía que nos conocíamos desde hace siglos, y, ahora, me planteo que tal vez fuera así, el qué y el cuándo estaban trillados. Es maravilloso compartir deseo con alguien a quien tus instintos conocen mejor que tu mismo.


Hubo palabras cruzadas, Sabina y Perseo, aves de paso dentro de laberintos imposibles, sin minotauros que dieran por el culo, todo hay que decirlo. Y eso es lo que engancha. Conversaciones inimaginables sobre si el río es siempre el mismo, pese a que el agua cambie cada pocos segundos. Conciertos de The Boss. Cuadros con Arcos. Pañuelos anudados. Agua fría... Sinceridad.


Y todo envuelto en un cuerpo, cáscara caduca de carne y hueso, que, dejándome de adjetivos rimbombantes, quitaba el hipo. Y todo sujeto por una cabeza, gruta insondable del pasado, que, volviendo a la rimbombancia, hacía que te olvidaras de su cuerpo.


Fueron cuarenta y ocho horas que se alargaron tanto que, todavía hoy, de noche, cuando soy yo quien tiene el cubata en la mano, y le miro, preguntándole, a cada trago, de dónde venimos, quiénes somos, por qué estamos aquí... al ver que el jodido calla, alzo la vista al infinito, y aún me parece verte.


Cuídese, señorita, allí donde esté. Que las risas siempre sean sinceras, y las lágrimas no tengan cabida, busque, señorita, el equilibrio que dijo no encontrar y aférrese a él. Suerte.


04 julio 2008
 
Sábanas.

Pasaban siete minutos de las dos de la madrugada. La cocina sólo estaba iluminada por la luz del frigorífico, era suficiente. Saqué un bote de zumo de tomate, vertí casi medio litro en un vaso grande, añadí sal, pimienta y un chorro de aceite, y me acerqué a la ventana.


Apoyé en el frío cristal la frente. Llovía, llovía a mares. Unos doce segundos después ella salió del portal del edificio. Era menuda, grácil y bellísima. Llevaba en cada mano una bolsa, similar a las que se usan para ir al gimnasio, y un bolso enorme colgado del hombro. Su pelo, del color de la ceniza, apenas tardó seis segundos en estar completamente empapado, y yo, observando desde un segundo piso, recordé cuántas veces lo había secado con esmero, antes de tirarla en la cama y hacerle el amor.


Recuerdo que empecé a pensar en si le sería muy difícil encontrar un taxi. La luz de las farolas, de ese naranja caduco, más propio de las pelotas de playa, tenían un efecto hipnótico, acentuado, si cabe, por las miles de gotas que les pasaban por el lado, creando ese cerco de luz fantasmal tan propio de las farolas, cuando pasan siete minutos de las dos de la madrugada y llueve a mares.


Ella miró hacia arriba, lo cierto es que con el frigorífico ya cerrado, imagino que no me vería allí, con la frente apoyada en el frío cristal. Pese a todo sonreí y alcé mi gran vaso de zumo de tomate, como si brindara en honor a todos los buenos recuerdos, que era lo único que dejaba en mi memoria.


No era la primera vez que pasaba. Es decir, no con ella. Antes de ella habían pasado otras, la verdad es que ni recuerdo el número exacto. Unas veces éste mismo momento lo había vivido en estaciones, parques, playas, cafeterías, autobuses e incluso en un ascensor...


Sorprendentemente paró a un taxi antes de que me acabara el zumo, así que, una vez la vi cerrar la puerta, apuré el vaso de un sorbo, y me fui a la cama. Me tumbé boca arriba con las manos entrelazadas en la nuca y dormí como un bendito. Ni siquiera recuerdo bien lo que soñé, algo relacionado con una carrera en triciclo entre yo y mi primo cuando teníamos cuatro años, creo.


Por la mañana, al abrir los ojos, fui consciente de lo que sucedería en la siguiente media hora, y no traté de aplazarlo. Fui al cuarto de baño, me duché y salí con una toalla alrededor de la cintura hasta la cocina. Preparé café, encendí la televisión, saqué una silla a la terraza y encendí un cigarrillo. Sorprendentemente, pese a la lluvia de la noche anterior, esa mañana brillaba cándidamente el Sol, así que lo disfruté, mientras fumaba y bebía café.


Fui a mi cuarto e hice la cama, que, por cierto, es algo que no me gusta hacer en absoluto, pero me tendría que volver a acostumbrar a esos pequeños detalles.


Abrí el armario. Sólo estaba medio lleno. Exactamente como suena. La otra mitad de la barra de las camisas y la mitad de los cajones, toda la franja derecha, estaban completamente vacíos. De hecho, si me esforzaba, todavía podía recrear el olor de su ropa. Pero para eso tenía que esforzarme, y andaba un poco escaso de tiempo.


Veinte minutos después salía de casa, perfectamente vestido, camino de la oficina.


Cuando llegué al despacho encendí el portátil, puse al día el correo electrónico, saqué unos informes que necesitaba preparar para la próxima semana y concreté una comida con un abogado que nos podía aconsejar acerca de no se qué sobre unos terrenos.


A la hora de almorzar Raúl pasó a por mi y bajamos a una pequeña cafetería donde podíamos fumar. Me contó algo relacionado con su hija pequeña y la varicela, y me preguntó que cómo había ido mi fin de semana. Le dije, entre sorbo y sorbo de batido de plátano y zanahoria, que mi novia se había largado de casa la noche anterior. Vi el pánico reflejado en sus ojos, y enseguida me di cuenta de que había sido demasiado frío, así que procuré hacer lo socialmente correcto, me quedé mirando un punto fijo en el infinito durante treinta segundos, sin pestañear, es el mejor método que conozco para que se humedezcan los ojos.


Parece ser que cuanto más se me humedecían mis ojos, menos pánico había en los de Raúl. Ahora me miraba como diciendo “Pobre, se le ve hecho polvo”, cuando hacía treinta y cinco segundos me miraba como diciendo “Le da igual que su novia de cuatro años le haya abandonado, es un cabronazo”.


Al parecer, socialmente hablando, lo debes pasar mal después de una ruptura. Nunca tuve demasiado claro el por qué. A los diez y nueve años lloré porque una chica me dejó, lloré tanto que desde entonces no he vuelto a llorar cuando la escena se ha repetido. Sólo dos tipos de personas saben esto. Las chicas que me han dejado, y un par de amigos. Las primeras no lo entienden, se enfurecen, me maldicen y acaban convenciéndose de que si no lloro por ellas es porque no siento algo demasiado profundo... tal vez tengan razón, me da igual. El par de amigos se dividen entre el que me considera un afortunado, y el que me considera un desdichado... tampoco se cuál tiene razón, también me da igual.


Yo, que a fin de cuentas es al único que le importa, lo tengo bastante claro. Tengo la conciencia tranquila. Eso me basta. Y cuando la chica de turno, menuda y con el pelo del color de la ceniza, sale con dos bolsas similares a las que se usan para ir al gimnasio, y un bolso enorme, llevándose consigo todo lo que ha almacenado en mi apartamento durante días, semanas, meses o años, sonrío y alzo un vaso en memoria de los buenos ratos compartidos. Luego me acuesto, y duermo como un bendito, soñando con carreras en triciclos.


A la mañana siguiente, mirándome en el espejo del baño, al salir de la ducha, me doy cuenta de que si se ha largado era porque no se trataba de la que tenía que quedarse, y sigo con mi vida.


Ese es el verdadero poder de quien tiene paz de espíritu.



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