La Última Fila
FORO! Las notitas de clase
13 febrero 2008
 

Bingo.


Siempre he pensado que nuestros actos cotidianos, esas cosas que hacemos sin prestar atención, cambian nuestra vida. Haciendo un esfuerzo recuerdo que empecé a pensar así de muy crío, con cinco o seis años. Aquello echó raíces en algún lugar de mi limitada cabecita.


Conforme pasaron los años llegué a la conclusión que la diferencia entre desayunar con galletas o con magdalenas podría cambiar el curso de la historia. La cosa iba así, si me acaba las magdalenas mi madre iría a comprar más, pero nadie me aseguraba que al bajar a la calle, en un paso de cebra, un hombre le pasara por encima con el coche, dejándome huérfano.


Imaginad ese modo de ver la vida en todos y cada uno de los actos que se realizan, por pequeños que sean. Vuelve loco a cualquiera. Hubo altibajos, y cambios de perspectiva, a veces me olvidaba del tema, otras no. Con el tiempo aprendí a vivir con ellos, dejando que mi vida fuera dictada por el azar.


Es como jugar a la ruleta rusa unas doce millones de veces a la semana. La búsqueda sistemática y frenética de la primera piedrecilla, que, movida por el viento, desencadena una avalancha de nieve, caos y destrucción.


Como todo en esta vida, la moneda tenía dos caras. Quién podía convencerme de que si una tarde salía a comprar tinta para la impresora, no me iba a encontrar con la mujer de mi vida contando líneas blancas en algún paso de cebra? Eso no lo podía asegurar nadie, así que casi todos los días de mi vida hice algo como comprar tinta. A sabiendas de que también podía acabar huérfano...


Pasaron los meses, y los años, y pasó mi vida con ellos. Descubrí cosas, conocí gente, olvidé a otra, suspendí exámenes, leí libros, viajé, me senté en la última fila... Gané y perdí, como todos, supongo.


Durante todo aquello, que fue mi vida, vivía pendiente de ver venir a la piedrecilla. Aquel acto cotidiano, que hiciese sin prestar atención, y que cambiaría la historia.


Era como vivir en un bingo, con un cartón al que sólo le falta un número, y ver en la mesa de al lado a otro como tú, con su cartón al que sólo le falta un número. Si el hombre que cantaba las bolas decía el siete, yo ganaba, si decía el veintiséis, perdía. Y el hombre empezaba a cantar bolas, y nunca salían el siete, pero tampoco el veintiséis.


La vida seguía pasando, y yo continuaba conociendo gente, y olvidando a otra, seguía suspendiendo exámenes, leyendo libros, viajando, y sentándome en la última fila.


Una noche estaba yo tirado en el suelo, con las dos manos detrás de la nuca y oyendo música. Por el suelo de la habitación había un cenicero que rebosaba, unos cuantos vasos medio vacíos de ron con cola, unas cariocas, monedas, platos con trozos de pizza y otra persona.


Ella estaba también tirada en el suelo, y nuestros cuerpos formaban ángulo recto. Estábamos mirando el techo, absortos, no me acuerdo de qué estábamos hablando en aquel preciso momento, pero levábamos horas haciéndolo, hablar, de forma fluida, sobre bobadas o cosas serias.


Si recurriera a un diccionario para intentar buscar las palabras para poder describir lo que flotaba en el ambiente solo valdría una, humo, porque la habitación era un auténtico submarino. Pero no habría palabras para definir “lo otro”, la complicidad, el entendimiento, las risas, la tensión, la incertidumbre...


No nos conocíamos demasiado, las cosas habían girado hasta llevarnos a compartir aquel trozo de suelo esa noche, pese a todo, sabíamos perfectamente cómo pensaba el otro, podíamos adelantar jugadas, ser sinceros, naturales, y nunca caíamos en fuera de juego.


No se cuánto tiempo pudo pasar, pero en un momento dado me preguntó qué estaba pensando.


En ese instante todo eclosionó.


Recuerdo que Jagger estaba por las primeras frases de Angie.


Recuerdo haber visto, como tantas otras veces, mi cartón con el siete virgen, y al fulano de la otra mesa enseñándome su cartón al que sólo le faltaba el veintiséis, pero aquella vez, el hombre que giraba el bombo en el que estaban las bolas estaba más excitado que de costumbre. Me fijé. Sólo quedaban dos bolas en el bombo. Miré al fulano, y ahora el fulano era una piedrecilla a punto de ser movida por el viento, y causar una avalancha. Lo tenía. Estaba frente a lo que me había pasado la vida buscando. Frente a aquella decisión, frente al acto cotidiano que cambiaría la historia.


Supongo que me entró un ataque de pánico, porque sé que se me aceleró el pulso, pero me contuve, permanecí tumbado en el suelo, con las dos manos tras la nuca, formando ángulo recto con aquella chica, que me preguntaba en qué pensaba. Dejé que pasaran dos o tres segundos, y Jagger seguía dejándose la voz en la segunda estrofa de Angie.


El bombo dejó de girar, y el hombre sacó la bola. El fulano de la mesa de al lado y yo nos miramos, por última vez, como deseándonos suerte.


Mientras, en el cuarto lleno de humo, yo hice lo que siempre hago cuando dudo algo, pregunté. Le pregunté si quería oír lo que de verdad estaba pensando. Le dije que podía elegir, que si ella quería, yo podía estar pensando en fútbol. Le pregunté que a qué nivel de sinceridad quería oírme responder, y, sin dudarlo me respondió que al cien por ciento.


Así que yo le conté lo que pensaba de ella.


El resto de la noche la pasamos casi en silencio, mirándonos a los ojos, compartiendo algún cigarrillo y con una sonrisa que fue creciendo en cada una de nuestras caras, pero eso ya es otra historia.


Salió el siete.


04 febrero 2008
 

Azar.

Seis de la tarde. Un bar del centro. Una mesa en un rincón y Javier pidiendo la primera cerveza y preguntándose si esta vez será que sí.

Ella llega tres minutos después, le ve y le sonríe en un solo movimiento. Javier se medio incorpora, también sonriendo, le da dos besos y va a por otra cerveza.

Se sientan, y empieza el juego.

Veinte minutos después, Javier está desolado, ésta también es idiota.

Se levanta para ir al servicio, piensa que en cuanto vuelva del baño se inventará una excusa para largarse cuanto antes. No llega al baño, gira antes, y sale a la calle. Sin explicaciones.

De camino a casa va pensando en por qué ha decidido no jugar para bingo, e intentar follársela...

Antes del siguiente cruce, a tiempo que sobrepasa a una pareja de ancianos, resuelve que no se ha la follado porque eso le habría convertido en un putero.

Por el módico precio de siete euros en cerveza, y tres horas de conversación aburrida, puedes follarte a una rubia. Pero eres un putero. Javier lo sabía, y no quería volver a ser eso, otra vez. Había decidido salir de aquel atolladero cinco meses atrás, cuando decidió encontrar a alguien que le entendiera como lo hacían sus amigos, sin pegas, alguien con quien mostrase como realmente era. Simplemente sentirse libre y cómplice.

Por ahora no había encontrado nada, al menos nada que no fuera idiota.

No se trataba del ideal de amor, no quería pensar que la forma de encontrar a alguien interesante pasase por el apollardamiento propio del enamorado; lo suyo era, más bien, encontrar una compañera de onda.

Alguien con quien estar tranquilo, a gusto, alguien con quien abordar una bronca en términos de “pros” y “contras”, no en términos de “gilipollas” y “zorra”.

En definitiva, el juego no era enamorarte de alguien y aprender a tratar con su carácter, si no enamorarte del hecho de poder tratar con ella de una forma simple y natural.

Probablemente, la de Javier, era una de las empresas más difíciles de la historia. Es más difícil encontrar a alguien así que descubrir la vacuna del SIDA.

La mayoría de las parejas están formadas por un engañado y un farsante. El engañado es el que cree que todo va bien, siempre. El farsante es quien soporta al engañado. Al final el farsante se va por tabaco, y no vuelve, y el engañado pasa a ser un cadáver ambulante durante tres o cuatro meses.

Javier había sido farsante y engañado, y ya estaba astiado de la película de siempre. No quería volver a tragarse la mierda de nadie.

En todo esto andaba pensando cuando le entraron ganas de fumar. Tiró mano al bolsillo y descubrió que se había dejado el paquete de tabaco en el bar. Para no volver a ver a la rubia, optó por cruzar al estanco.

En la acera de enfrente había una chica. Estaba encendiendo un cigarrillo. Decidió pedirle uno. El semáforo se puso en verde, y ella bajó la cabeza y empezó a andar a tiempo que murmuraba algo cada vez que pisaba una línea blanca.

Javier se quedó conmovido por el gesto. Es algo que él siempre había hecho. Contar las líneas blancas de los pasos de cebra. El paso más largo de Valencia tenía 23 líneas blancas, el más corto sólo tenía tres. El lo sabía, y tal vez ella también.

Cuando se cruzaron ella ni siquiera alzó la cabeza, tan concentrada iba por la ralla número nueve, Javier no le pidió el cigarrillo, pero se dio la vuelta y la siguió.

Una vez los dos estuvieron a salvo, al otro lado de aquel paso de cebra de catorce rallas blancas, Javier le habló.

-Te he visto.

- Perdona, qué dices?

- Las has contado.

Aquí la cámara hace un travelling, y aparece el narrador cerrando un libro.

Si, en última instancia, conocer a alguien cruzando un paso de cebra puede acabar bien o mal, es algo que prefiero que decida quien lea esto. Pude que Javier le cambiara un cigarrillo por un café, y puede que ella aceptara, y ese prime café diera paso a una cena, una tarde en la playa, o un canuto de maría a medias en un sofá. También puede ser que ella declinara el café con una sonrisa, y que Javier no llegara ni a saber su nombre.

La gente se divide, a fin de cuentas, entre los que creen que Javier y la chica del paso de cebra fueron felices y comieron perdices, y los que opinan que esto es una majadería, que nadie puede conocer así a alguien que valga la pena. Incluso habrá a quien todo esto le importe un carajo.

Encontarte a alguien del modo que lo hizo Javier sólo pasa en la televisión, o en algunas historias de barra. La gente se conoce de otros modos, y tal vez ese sea el problema.

Yo, personalmente, no se cómo acabó la cosa, pero el otro día, mientras andaba por la calle me crucé con una pareja que, fumando y agarrados por la cintura, atravesaron un paso de cebra, contando, en un murmullo y a la par, las rallas blancas...



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